Internet

 

Desde que salí de España, siempre he llevado una vida muy liviana y austera en relación a las cosas que me rodean. El cambio tecnológico me obligó a creer que, lo que hoy era nuevo, mañana no serviría para nada. Sin embargo, me di cuenta de que, sin ser conscientes de ello, la fascinación por el ciberespacio, el internet de las cosas y la infinidad de contenidos, nos llevaban a un vórtice de entretenimiento plano y confuso a la altura de la televisión. Consumía tanta información que era incapaz de recordar lo que había visto o leído el día anterior.

Las alarmas saltaron y me puse algunas barreras para tomar consciencia de mi uso: no abrir más de una pestaña en el navegador, usar un teléfono móvil simple y antiguo, cerrar mis redes sociales o apagar el router. La solución fue inmediata pero, lo que yo consideraba una afición, se había convertido en adicción. Pensaba que el mundo se caía a pedazos si no revisaba mi correo. Ni siquiera tenía acceso a la música que tanto amaba. Me había convertido en parte de un cambio irrevocable. Y es que, después de quince años usando internet, era complicado dar un paso atrás. Resultaba imposible convertirme en un Amish tecnológico.

Buscando la lógica más allá de escuchar a mis emociones -heridas por un síndrome de abstinencia incontrolable-, decidí buscar un equilibrio (jamás he creído en el equilibrio, ni en los tonos grises ni en la gente que opina que la vida no es de un solo color, es parte de mi carácter), sin éxito. Regresé a las redes, obtuve un teléfono nuevo y me sumergí de lleno en el ciberespacio. Una recaída en toda regla.

Comencé a ser consciente de mi mal uso tecnológico cuando el tiempo se convirtió en un valor limitado y mis proyectos en una prioridad. Comencé a calcular el tiempo que pasaba mirando cosas, a tomar consciencia de cómo empezaba en Google y terminaba en Youtube. Era absurdo. No somos conscientes de todo el tiempo que perdemos mirando vídeos de gatos o fotos de personas que desconocemos. Llevando un diario de las páginas que visitaba fue como llegué a un método empírico que me ayudó a disfrutar de la red sin perder el tiempo, haciendo de éste algo valioso (sin sentirte mal por mirar el vídeo de un perro saltando al agua).

Usa una ventana: acostúmbrate a usar una pestaña de tu navegador. Concentra tu atención. Esto te ayudará a ser consciente de dónde estás. Ser multitarea nos impide dar el 100% de nuestra atención y favorece la carencia de productividad. Si vas a ver un vídeo sobre perritos calientes, hazlo, pero disfrútalo antes de compartirlo en otra ventana de Facebook.

Usa un temporizador: una hora diaria antes de trabajar, treinta minutos de reloj. Si tienes que hacer algo en internet, hazlo, pero con tiempo limitado. ¿Recuerdas los días en los que se pagaba en el ciber-café por usar internet? Si tienes que responder correos, date una hora y cierra. No te acostumbres a dejar la ventana abierta y volver a otra aplicación, a usar internet como si fuera una televisión que está encendida las 24 horas. Como habrás oído ya: “cuando termines, cierra”. La única realidad es la tuya, lo que te rodea, y no lo que intenten proyectarte allí dentro.
Lleva un diario de las páginas que visitas: haz el ejercicio por un día. Escribe las páginas que visitas y una razón al lado. Explícate en la intimidad por qué te interesa tanto la vida privada de Brad Pitt y Angelina Jolie. Tan pronto como tengas consciencia de esto, te ahorrarás muchos tiempo.

Internet es una herramienta muy potente. Soy de los que opina que hay un océano de conocimiento dentro de la red. Muchas cosas que he aprendido, ha sido gracias a internet y a la gente que ha volcado sus enseñanzas. Sin embargo, también hay toneladas de contenido centrado en la política, la influencia de ideas o el simple entretenimiento, que van desde lo más zafio hasta lo más sofisticado. Los ‘clicbaits’ (o cebos para pinchar), las listas de cómo [introduce aquí el tema] (que tanto nos gustan) o esas noticias (en muchas ocasiones falsas) que ni llegamos a leer (y que tanto nos gusta compartir) están para provocar un estímulo, pero son tan inanimadas como la pata de tu mesa.

Lo que aquí escribo no es nada nuevo que no sepamos. Todos lo hemos leído antes, en algún lado, o visto en algún vídeo que no logramos recordar.

Con esos tres pasos he optimizado (qué bien suena) mi tiempo frente a la pantalla. Un día moriremos y, para entonces, no nos quedará más culpa que la nuestra.