Invierno en Varsovia

El sol débil ilumina la calzada. Me subo el cuello del abrigo negro para protegerme la garganta y aprieto la bufanda verde de cuadros que cumple ya casi una década conmigo. Noto la escarcha en los coches, porque hace frío aunque no haya nevado. El invierno está dando una tregua, quizá hasta que llegue la Navidad, para que la gente tenga tiempo a comprar sus regalos sin vérselas con la nieve. Los árboles secos, las gaviotas que vuelan a Dios sabe dónde pero seguro que lejos, porque aquí, para ellas, no hay mucho que hacer. Llego a la avenida cuando veo las cabezas cubiertas con gorros multiplicarse como espermatozoides. Narices enrojecidas, vaho intermitente que sale de sus bocas, de sus cabezas, como tubos de escape, como las chimeneas que soplan a lo lejos en la parte baja de Mokotów.

Hace años que me gustaban los centros de las ciudades. Quería estar donde todo sucediera. Hoy tengo una visión diferente, periférica, y así, también tengo mis sentimientos hacia los centros urbanos. Reflexiono sobre ello mientras un soplo de aire azota mi rostro enrojecido por la irritación del afeitado. Como si se tratase de un privilegio trabajar aquí, los oficinistas miran al resto de reojo, por encima, sin entender muy bien que son ellos las víctimas, no nosotros. Yo también trabajo aquí, pienso, pero simplemente miro al frente para no tropezar.

El frío y el estómago vacío son dos razones suficientes de escape y me cuelo en un Starbucks con decoración navideña, como si se hubiesen anticipado al calendario y hubieran decidido empezar antes que el resto. Al cruzar la puerta, suena una versión de Paul McCartney de fondo y una chica rechoncha y muy simpática me da los buenos días. Toda mi jodida vida tomando café en los bares del Raval ilicitano para acabar en una franquicia. Pero es lo que hay, por mucho que me pese la expresión. Pido un americano y un sándwich. Aquí no me preguntan el nombre, pero no lo necesitan, pues de sobra saben que mi acento ibérico es inevitable al hablar polaco.
Me siento con mi emparedado de jamón y queso fundido que la chica amablemente ha calentado en un horno exprés. Doy sorbos de café y miro alrededor y veo a unas chicas asiáticas hablando en su idioma con los teléfonos en la mano reproduciendo sonidos epilépticos. Después hay otra chica polaca, rubia como muchas, de rasgos finos y ojos claros y con un vestido gris y botas de invierno. Toma notas en un cuadernos y escucha música en su iPhone. En mi iPhone sólo está el último disco que Airbag sacó y compré en su día en iTunes. Pero Airbag no funciona aquí, no en este momento, en este lugar. Pienso en que me gustaría hacer una lista de canciones y me acuerdo de un reproductor simple de música que compré para A., y para mí. Recuerdo que en algún lugar del apartamento debe estar aquel cable que compramos en Tiger y vimos en Begin Again, con Mark Ruffalo y Keira Knightley. Y cómo nos cogíamos de los brazos, con los cuatro auriculares conectados al reproductor de música, como si se tratara de una pareja de baile al escuchar Earth Angel de Marvin Berry. Recuerdo cómo nos perdíamos en la pista de baile que era el salón del escueto apartamento y me pregunto, de nuevo, dónde diablos estará el cable. Doy un mordisco al sándwich y tengo tanta hambre que pienso que es el puto mejor sándwich de la historia. Me asombra la facilidad con la que me dejo impresionar a mí mismo. Todavía lucho con mi yo más íntimo mientras como en soledad, pero poco a poco me doy cuenta de que no soy el único y que, la soledad, durante la comida, también tiene su precio. En la intimidad y en general, prefiero compartir una mesa con alguien, excepto cuando escribo.

Compartir los alimentos, la crítica, las sonrisas, la reflexión y la satisfacción tras llenar el estómago. Pero hay ocasiones en las que no es posible, porque nunca siempre sucede como uno pide, y mucho menos, cuando ni siquiera se pide nada.

Me gusta estar solo, en silencio, pero la comida es mi asignatura pendiente. Así que nunca tomo algo pesado, elaborado, y termino en lo rápido, efímero. Siempre dejo lo mejor para la compañía deseada. Doy varias vueltas sobre mis pensamientos agitando la cucharilla en el interior de la taza. Sería muy aburrido gastar sin tener a nadie con quien compartir. Termino mi almuerzo y me despido de los empleados y dejo atrás a las asiáticas y a la chica que pinta en su cuaderno. Al cruzar la puerta, me doy de bruces con el frío de nuevo. Miro el reloj, pronto serán las cuatro y la noche cerrada se hará con el cielo de la ciudad. A lo lejos, un anochecer rosado, humeante, delicado. Mantengo la idea de que la ciudad tiene otro color cuando al sol le apetece hacerse hueco.

Continúo mi paseo de tarde, entre las personas que caminan a paso ligero, abstraídos en sus pantallas táctiles de siete pulgadas. Debe de ser realmente importante lo que están haciendo, pienso, o al menos, más importante que enamorarse de lo que tienen delante. Leo los titulares de la prensa en los quioscos, pero no me dicen nada relevante. Sin darme cuenta, se ha hecho de noche y el entorno toma otro cariz.

Cuando llego a la perpendicular, tomo un autobús que me lleva a casa. Un denso olor corporal recorre el vehículo. Cuerpos calientes, sudados tras las jornada laboral. El ambiente está sobrecargado pero nadie se toma la libertad de airearlo un poco. Todos somos humanos, pese a que, a veces, parezca lo contrario. Cada uno en su órbita, sus problemas y una voz que nos habla a todos, una voz previamente grabada que anuncia las paradas y siempre es la misma. Leo varias páginas de una novela y me apeo. Prefiero el frío caminar al olor a kebab y col recalentada que despide un joven del fondo. Dejo el Parque Real a un lado y continúo calle abajo. Este mes las ventas de los libros no han ido demasiado bien, pero voy a comprar pan, carne, salsa de tomate y cocinaré algo delicioso para ella. Entro en un Carrefour y cojo una barra de fuet español como si se hubiera presentado allí Dios ante Moisés. Después agarro el cuello de dos cervezas verdes polacas, pago y lo meto todo en una bolsa. Después me viene a la mente el dichoso cable, que está en la mesita
de noche, junto al teléfono viejo y las pilas sin usar. Entonces me digo que cocinaré algo delicioso. Me lo repito varias veces como un mantra, porque es invierno, lunes, hace frío, pero podría ser verano, y tendría otra excusa. Me lo repito porque quiero, porque sólo importa el presente, porque hoy todavía nos quedan algunas horas y un puñado de canciones favoritas por bailar.