La bona vida

coupe riding on blue boat on calm body of water

Una pila de libros por leer, un sofá a estrenar, una botella de verdejo bien fría en el congelador y un altavoz inalámbrico por el que Coltrane suena las veinticuatro horas. La bona vida, le dije a esa desconocida de León, que poco entendía mis palabros y tampoco los dejes levantinos que dejaba entre los silencios abiertos. La bona vida es pararse a pensar, proseguí, fijarse en los coloridos vestidos que las chicas de Madrid llevan en verano; en las camisas mediterráneas, de tonos claros y beige, que los chicos lucen cuando cruzan el paseo de la Castellana. La bona vida no es más que parar las agujas del reloj en el momento del año en el que, aunque no lo parezca, todo fluye más despacio. Oler la fruta de temporada, cocinar para ti con cariño, esconder el teléfono y leer hasta que nos pueda la vista o el sueño. Reír en aperitivos que se alargan hasta el crepúsculo y decirle te quiero a quien no se lo espera. La bona vida se cultiva como una huerta y se labra para que dé frutos a lo largo de las temporadas. Aquella noche, no entendí si llegué a explicarme bien o mis palabras se las llevó el whisky con hielo que había en el vaso, bajo el rótulo de neón del Richelieu.
Hace unos días, buscando fotografías en el ordenador, me di cuenta de todo lo que había vivido y también de lo mucho que me quedaba por vivir. El secreto siempre ha sido perseguir una máxima, vivir acorde a lo que pensamos, a lo que somos, a lo que queremos tocar. Cualquier nos puede decir cómo hay que vivir, para bien o para mal, pero nadie nos puede obligar a hacer ciertas cosas. La bona vida, en realidad, no es más que despertar los instintos más puros que trajimos al mundo.