La chica de las canciones

La gente habla demasiado sobre la vida cuando podría resumirse en una canción de punk rock. Tres acordes, una melodía sencilla sin demasiada elaboración y decir algo rápido y sencillo, no importa cómo. Simplemente hacerlo, vivir. Desde la escuela aprendemos a desperdiciar los días pensando en un futuro que no existe mientras nos dejamos llevar por un pasado que nos marca el camino. La adolescencia es el período más sensible de cualquier persona, donde las virtudes y los defectos de cada uno pueden marcar un antes y un después. Durante una época de mi vida decidí formar parte de una escena que emergía lentamente a través del punk rock. Un modo de buscar el éxito y vivir de lo que realmente amaba. Durante una época de mi vida fui aquel que aparecía en las televisiones, en las entrevistas de los dominicales; aquel a quien se admiraba bajo el escenario o con quien algunas chicas deseaban tener sexo al final de la noche. Alguien con encanto y la llave necesaria para abrir una puerta al largo y estrecho túnel de los que saborean el éxito; el camino más dulce de toda estrella del rock. Durante una época de mi vida logré ser real. 

Capítulo UnoRock ‘n’ Roll High School

Olía a bocadillos de tomate, atún en conserva. Por entonces, más de la mitad de los tíos de la clase ya bebíamos cerveza, aunque no nos gustara su sabor. La escuela secundaria es uno de esos limbos que deciden el porvenir de tu vida sin darte cuenta cómo ni cuándo. En aquellos días, lamentablemente, el resto de mi historia estaba más que resuelta.

Sentados en un banco de madera esperando a que sonara la campana del recreo, algunas chicas desayunaban bollería en un extremo de la pista de baloncesto mientras otras miraban con recelo para mantener su delgadez.

El tiempo les pasaría factura.

A todas.

La envidia es pasajera. Las mujeres con el tiempo enferman entre ellas, sufren histeria y dedican frente al espejo más tiempo que a su familia para que después, algún idiota las destroce emocionalmente con dos frases. Eso es lo que aprendí de mi hermana.  

Los días eran un completo aburrimiento, cumpliendo horarios marcados por un grupo de profesores que no les importaba el final de nuestras carreras, sufriendo el miedo de ser penalizados por no terminar el trabajo en casa.

Si he de ser sincero, nuestra relación era equilibrada.

Nos importaba una mierda.

Aunque muchos de los que estudiaban conmigo tenían su pase para acabar en centros de rehabilitación, era difícil comprender cómo los demás aceptaban las reglas que nos imponía una panda de docentes con carreras de tres años. Lamentablemente, mi experiencia me avaló durante años como el exponente del servilismo, la sumisión y la ausencia de agallas.

Mi padre era un completo cabrón, uno de los auténticos. No era necesario saber mucho de él cuando alguien lo escuchaba hablando por teléfono. Un depredador grandote y con ojos azules, capaz de hacerle la vida imposible a todo el que le llevara la contraria. Algunos decían que en el fondo no era más que un tipo con gran corazón preocupado por el bienestar de su familia. Para mí no era más que un desgraciado, aunque no dejaba de ser mi padre.

Mi hermano Ismael se había convertido en su mano derecha después de terminar la carrera de Derecho y formar parte del bufete que regentaba. El siguiente era yo.

Con mi hermana fue distinto, era su hija, y al menos tuvo alternativa para largarse a Londres, estudiar inglés y no regresar jamás. Aún recuerdo la noche en que se marchó. Helia vino hasta mi habitación y me despertó. Estaba oscuro, yo tenía siete años y ninguna idea sobre lo que ocurría. Me dio un beso en la frente y desapareció por la puerta. Ahora es cirujana y vive felizmente casada con Mark, un inglesito de Nottingham con aspecto de hooligan.

Con carácter autoritario, mi padre era el tipo de hombre que solía dar consejos. Desde la niñez, todo lo que salía por su boca era lo correcto, y mi madre, una mujer dócil y humilde, no tenía más opción que apoyarle. Por tanto, así era yo, parte de la escoria adolescente que vivía con el miedo de defraudar a su familia conservadora.

Aquella mañana sentados en el banco, Álex me hablaba sobre un concierto de Bad Religion que había descargado en internet. Hablar de música era interesante. La gente normal dedicaba las tardes a hacer skate o fumar en la parte trasera de las puertas de los institutos. No teníamos motocicleta ni nivel para competir con los mayores que sí y se llevaban de calle a las chicas de nuestra clase. Nuestras semanas se centraban en el contrabando de discos que encontrábamos por la red o comprábamos en las revistas.

Descubrimos el punk rock algunos meses antes.

Alucinábamos con que hubiese gente con historias peores que las nuestras y el coraje suficiente para gritar lo que pensaba y vivir de ello. Al menos, eso es lo que leíamos en las revistas.

Con el tiempo descubrí que todo era mentira.

Las revistas musicales desvirtualizan nuestra realidad, y ya no importaba si la banda era buena o el último disco de Green Day sonaba como el cielo. El crítico musical nos ponía en contra logrando que no comprásemos los discos que no le gustaban. La vida del músico era algo lejano a lo que aspirar. Ideal pero lejana. No sabíamos tocar. Todo se reducía a las tardes en casa de Álex buscando algo nuevo que escuchar y algunas pegatinas hechas por nosotros mismos con los logotipos de The Ramones o The Beach Boys.

—Me duele que las tías como nosotros no existan —dijo Álex al ver pasar a un grupo de adolescentes con falda y polos blancos en los que se comenzaban a marcar las rayas de los sujetadores.

—Sí que existen, pero no aquí —dije y señalé al grupo de chicas que comían bollos.

—Ya. Es una mierda.

—Peor sería escuchar Pantera —dije.

—Definitivamente.

—En unos años todo se habrá acabado, ¿no crees? —dije—. Disfrutemos del momento hasta que tengamos una novia de verdad.

—¿Disfrutar de qué?

—De esto, ya sabes.

—Somos adolescentes, tío. Deberíamos ir con chicas —dijo Álex resignado.

—Encontraremos la forma.

—No lo tomes como algo personal. Sólo quiero follar.

La campana sonó desde lo alto de un edificio y todos los estudiantes caminaron de vuelta como un pequeño rebaño de ovejas cercadas por su amo. Quizá era el mejor momento del día, encontrarse con caras nuevas o con esas chicas de otros cursos con las que nunca coincidíamos por diferencias de horario. Chicas bonitas con uniforme que miraban sus teléfonos y escribían mensajes de texto a otros que no éramos nosotros.

Habría hecho cualquier cosa por tener sus direcciones de e-mail. Aquellos días mi testosterona se acumulaba en lo más hondo y sólo podía imaginarme besándolas en la boca, desnudas, lamiendo sus bajos.

Subiendo las escaleras tropecé torpemente con una de las chicas que estudiaba en otra clase.

No me había fijado en ella antes.

Era morena con el pelo de color de la regaliz, delgada, larga melena lacia y una delantera terrible que desviaba mi atención de su mirada.

—Lo siento —dije frente a ella.

La joven sonrió sin contestar y alguien la llamó por su nombre.

Cuando Álex y yo llegamos a la segunda planta, cogió mi hombro y me miró a los ojos.

—Joder, Darío. Vaya tía.

—Se llama Cristal.

—¿La conoces?

—No, en realidad.

—Deberías decirle algo —dijo Álex altivo y seguro de sí mismo, tanto que hubiese deseado oler un poco de esa seguridad para conocer su textura.

Hablar con desconocidas, acercarte hasta ellas. Vomitar breves palabras mientras tu cuerpo, nervioso, cruza la línea del pudor y recibe un gancho en la boca del estómago con forma de negativa.

Preferí mantenerme al margen.

Antes de entrar a clase, giré la cabeza, observé de nuevo al fondo del pasillo y mantuve la atención en las escaleras que bajaban hasta la primera planta. Por un instante, pensé en aquella chica, su figura viniendo hacia mí. Una nebulosa idealista que pronto se desvanecería al darme de bruces contra la puerta del aula.

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