La ciudad es un cosmos de satélites

Photo by Illán Riestra Nava on Unsplash

Esta mañana se me han pegado las sábanas más de lo normal.

No me he sentido mal por ello.

Estoy en ese barbecho literario que uno se impone para que fertilicen las ideas. Hay quien aprovecha el fin de semana o las vacaciones laborales. Mi caso es un algo diferente, mi calendario funciona de otra manera y, por ende, eso también me convierte en un extraño si me comparo con el resto.

Las comparaciones siempre son odiosas, incluso si las hacemos con quien está en la misma batalla. Por eso, hace tiempo que sólo le discuto a quien me enfrento cada mañana en el espejo. Y, así y todo, intento no tomarle con demasiada seriedad.

Ayer por la tarde, tras una entrevista para una radio de Buenos Aires, salí a dar un paseo por el centro de la ciudad. Fue agradable, de nuevo, ser un alfiler entre la muchedumbre que cruzaba la calle Mayor.

El cielo estaba encapotado, gris, aunque los rayos de sol se colaban entre las nubes como esos carteristas que miran de reojo en Sol mientras un chico inglés toca la guitarra para un público escueto.

Temporada de turistas, de idiomas varios en el aire y cámaras de fotos. Me pregunto si, alguna vez en la vida, dejamos de ser turistas; si lo exótico somos nosotros o ellos.

Hice una parada en Casa Ciriaco por el hecho de oler el siglo que almacena en sus paredes, probar las croquetas y recrear en mi mente, desde la ventana, la bomba que le pusieron a Alfonso XIII. Ahora el turista era yo.

El bar estaba vacío, había recortes de prensa colgados en las paredes y un grupo de alemanes perdidos se echaba atrás al mirar por el cristal. Se me erizó el vello, como cada vez que cruzo Atocha.

Photo by Jorge Ramírez on Unsplash

Finalmente regresé a casa, el ocaso era hermoso aunque fresco y todavía había quien buscaba hacerse una foto en los Jardines de Sabatini.

Un hombre cantaba frente al palacio apoyándose en la música de su altavoz y leyendo la letra. Lo hacía francamente mal, la gorra estaba vacía, pero creía en ello.

La ciudad es una Vía Láctea de satélites, planetas y estrellas, en su mayoría, sin rumbo, como yo.

Un cosmos que se duerme en algún momento de la noche o que brilla hasta apagarse para siempre.

Vi mi coche aparcado en la calle como el resto de vecinos. Saludé al portero del bloque contiguo, que no me conoce de nada, y me lo devolvió a desgana. No sabe quién soy, ni cómo me llamo, al igual que el mecánico, la farmacéutica o el dueño del bar.

Pero no importa.

Hay miradas de complicidad, un código y un desaire que reinicia cada mañana la película de nuestras vidas.

Esta mañana, estaban ahí de nuevo, bajo el cielo gris, en el mismo sitio.

Ninguno de nosotros brillaba.

Pero tampoco importa.

Somos imperfectos.

No me he sentido mal por ello.

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Pablo Poveda, periodista y escritor de novelas de ficción. Creo en la cultura libre y sin ataduras. Si te ha gustado este artículo, conectemos: te animo a que te suscribas y descargues gratuitamente una de mis novelas.

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