La historia que escribo a diario

Photo by Jorge Fernández Salas on Unsplash

 

Hay días en los que las palabras necesitan respirar, quedarse a fuego lento en el interior de mi pecho, de mi cabeza o dondequiera que estén. Salí de El Pelotari, la tarde era fresca pero el sol calentaba las calles de Colón. Subí Génova y opté por darme un paseo a las puertas de la boca de metro de Alonso Martínez.

Era viernes, un día más para mí pero una jornada especial para el resto: el fin de la jornada laboral, el inicio de algo efímero, las horas muertas que corren hasta el lunes y que sirven para hacer de lo que resta de semana algo valioso, algo por lo que empezar una más el lunes.

Me dejé llevar sin mirar el mapa, guiándome por el instinto y la brújula de mi intuición. Vagué por callejones repletos de gente, vi el amor rodeándome bajo los rayos del sol: en las parejas consolidadas, en las que aún estaban por conocerse y también lo vi caminando hacia mí para después perderse en el anonimato. Regalé sonrisas y miradas pícaras bajo los cristales verde botella de mis gafas de sol.

De pronto, me di cuenta de que estaba algo perdido, desorientado entre baldosas que no llegué a reconocer. Una sensación de desconcierto me atrapó. No había caminado tanto, así que opté por bordear el camino, dejándome impresionar por lo que tuviera delante y empapándome de imágenes que usaría más tarde. La multitud me arropó en Fuencarral, entre tiendas y bandadas de turistas, autóctonos y tiendas de ropa. Respiré hondo y seguí hasta Gran Vía.

Con paso lento y relajado, tuve la suerte de percibir cosas que otros no veían en sus pantallas. Por alguna razón, no me preocupaba tanto, como en otras veces, que un aparato fuera más interesante que lo que tenían delante. ¿Y qué más da?, pensé. Las formas de ver la vida eran infinitas y hay quienes preferían verla en un cristal de seis pulgadas. Así y todo, poco había cambiado en las calles desde los episodios de Galdós.

Me dejé arrastrar por la marea hasta el Palacio de Gaviria, sabiendo que algún día estas calles hablarían por mí. ¿A qué estaba esperando para escribir una historia aquí?, me preguntaba.

Quizá porque la inseguridad me podía al pensar en quienes ya lo habían hecho.

Tal vez porque sentía que aún no era el momento y que me quedaba mucho por descubrir, por arrancarme las vestiduras del turista incapaz de hablar con propiedad. Tonterías, sin duda, porque era muy fácil ser de aquí, sin serlo. Pero algo tuve claro.

Puede que escribiera esa historia, temprano, tarde o nunca pero, sin excepción, me iba a quedar para verlo.

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Pablo Poveda, periodista y escritor de novelas de ficción. Creo en la cultura libre y sin ataduras. Si te ha gustado este artículo, conectemos: te animo a que te suscribas y descargues gratuitamente una de mis novelas.

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