Son ya dos los meses que abandoné la capital y he estado navegando entre ciudades, de aquí para allá, tomando fotografías torcidas, subiendo en aviones, durmiendo en trenes, escribiendo notas en las esquinas de los folletos de publicidad, procurando acordarme de todo… Mi última parada ha sido en Londres, no sin pasar por Madrid. Mucha gente me cuenta que le encanta viajar. Sin embargo, los viajes se convierten en otra cosa cuando estos se cruzan en tu día a día, irrumpiendo en la rutina -que no viene mal- e interrumpiendo en tu fase más creativa. Lidiar con esto no es fácil.
Así y todo, no me quejo y me dejo llevar.
En ocasiones lo he hecho, sentado en la terraza de un bar, en Sevilla, bajo la sombra, con el termómetro a punto de explotar. Esta vez, tocaba hacerlo en los pubs, con una pinta de cerveza al lado o en el Wild Corner de Chelsea, un sábado cualquiera, con un Aperol Spritz en la mano, mientras veía el movimiento de las mesas, de los camareros y de los clientes, que se movían con frenesí como un cuarteto de jazz. En momentos como ese, uno observa a su alrededor y se agarra al taburete, como si quisiera quedarse ahí para siempre, presente, deseando parar las agujas del reloj, como si estuviera en un cuadro de Hopper, aunque prefiriera formar parte de uno de Sorolla.
Entre tanto ritmo, cuesta encontrar la paz y, aunque los bares y el bullicio no parezcan los ingredientes más adecuados, en mi fórmula, simplemente, funciona. Por desgracia, la noche acaba, la resaca comienza, el despertar se vuelve costoso y hay que regresar a una rutina más que merecida y estimada.
Lo que no se ve, son los correos redactados desde una cafetería de franquicia, los guiones de cine con descuidos de trama que uno envía entre Atocha y Chamartín. Tampoco se ven los párrafos de novela escritos en la sala de espera de un aeropuerto o, tan solo, al escritor abatido que teclea estas palabras, con los ojos hundidos y una cerveza en la mano, en la cafetería de una estación, sin música, sin letras, sin jazz y sin más compañía que la de una maleta pequeña, únicamente deseando llegar a su casa, aunque aún quede un largo recorrido.
Por suerte, es la vida que he elegido, con sus claros y sus sombras, y en cada recuerdo hay una historia, una frase que se puede extender a las trescientas páginas, un detalle que se estira hasta que cobra vida. “Para eso te pagan”, me dicen. “No, perdona”. Por y para eso, me despierto, que es diferente.
Ya lo hacía, antes de que me pagaran por ello.
Porque, sin esto, no habría páginas y, sin páginas, no existirían las historias que escribo… y me abruma pensar sobre una realidad que no concibo.
Poco a poco, las piezas del puzle se ordenan y uno regresa a su hábitat, con la libreta cargada de garabatos y las entrañas llenas de verdades que recaerán con fuerza sobre el teclado.
Caballero llega a final de este mes con “Un secreto bajo tierra”, poco después del solsticio de verano.
Junio será el apogeo de este viaje inesperado que podría convertirse en trilogía personal. A partir del próximo mes, espero estar más tranquilo, tecleando antes de que salga el sol, con la certeza de que tomaré el café en la terraza y sacaré al perro a pasear la misma hora.
Ardo en deseos de hablaros más sobre lo próximo, pero, cada libro es como un combate de boxeo que no se termina hasta que estás seguro de que la historia no se vuelve contra ti.