Si las calles hablaran, no lo harían sobre mí

lighted signage at night

 

Madrid es una ciudad que está llena de placas. En mi edificio no hay ninguna, pero en el de al lado hay una que dice que Paco de Lucía vivió ahí, en alguna parte. Lo busqué en Internet y leí que en esa misma vivienda se había compuesto “Entre dos aguas”. Desconozco si algún día veré mi nombre encima del portón de hierro, pero el caso es que me trae bastante sin cuidado. Si las calles hablaran, habrías que escuchar en otra dirección. Estos días, quizá por el miedo y la incertidumbre, recibo mensajes de amistades extranjeras que se preocupan por mí y, por ende, yo por cómo están. No sé lo que dirán las noticias sobre nosotros en el extranjero. No enciendo la televisión y apenas leo los diarios. Hablando con un buen amigo polaco, nos pusimos a recordar los bares a los que solíamos ir cuando yo vivía allí, y a los que volveremos algún día, cuando todo esto pase.

Si las calles hablaran, las de Varsovia tendrían mucho que contar.

Allí le perdí el miedo al fracaso, a beber, a escribir, a lo desconocido e incluso al amor. Llegué en el momento adecuado y me marché cuando así lo sentí, pero atrás quedaron noches enteras, de lunes a domingo, de fiestas en apartamentos que no conocía, de besos en las esquinas y de carreras en las que me jugaba más que un puñado de zlotych.

Recuerdo las mañanas frente a la ventana de la buhardilla de la calle Miodowa, viendo a los críos de la escuela de Arte Dramático creyéndose por encima del resto, escuchando la trompeta de esa chica del conservatorio que tocaba cada mañana a las diez y preguntándome hacia dónde iba mi vida. Pero también recuerdo las noches entre las miradas felinas de color azul, verde; oscuros y claros ojos de doncellas, la suavidad de las pieles y esas caricias a destiempo entre burbujas, la humedad del Vístula y las diecinueve plantas de altura que nos separaban del suelo. Recuerdo el día en el que juré lealtad a la escritura, tatuándome el brazo, y también la noche en la que escribimos nuestros nombres en los adoquines de la Ciudad Vieja, como si aquello sirviera de algo. Recuerdo que abandoné una vieja bicicleta con un solo freno que había comprado por cuatro duros, porque estaba harto de montar en ella y de la chica de Bellas Artes con la que había roto; que cuando llegaba la primavera, con sus primeros rayos de sol, algunas tardes bebíamos whisky y cerveza, antes de ir al bar donde trabajaba otro amigo polaco y solían programar conciertos de jazz. Las mesas salían de cualquier lado, apenas había sitio encima y debajo del escenario, dentro y fuera del local, pero nos importaba menos que cero.

Por un momento de mi vida, me creí inmortal formando parte de una historia nocturna que desapareció poco después, como también lo hicieron sus personajes, algunos bares y un puñado de viejos camareros que ya no volvería a ver.

Cuando hoy escribo lo que escribo en los textos, en las historias cortas o en las novelas, me es complicado no mirar atrás con cierto anhelo de un yo que se trajo su pan bajo el brazo. Un yo que siempre ha estado ahí, sacando lo mejor de cada ocasión, a pesar de los palos y de los momentos de flaqueza, que siempre los hay (y que se deben llevar con elegancia y sin ruido). Si las calles hablaran, las de allí (y las de cada lugar en el que he vivido una temporada) dirían que me fui con los deberes hechos.