Luciérnagas

brown concrete building under cloudy sky during daytime
Los faros de los coches brillan en la noche, a lo lejos, como dos luciérnagas. Leo a Ortega y Gasset en una tarde calurosa de junio. Un autobús, casi vacío, cruza con saña la calle de Ferraz. Me tomo la última y me voy, digo en voz alta, aunque lo último que deseo es regresar a casa. La brisa corre en una terraza más concurrida de lo habitual. Todavía no nos atrevemos al cambio, que no es otra cosa que regresar a lo que hacíamos antes. La gente comenta temas a los que ya no pongo atención. Prefiero a los que guardan silencio y leen un libro, o su aparato electrónico, llevándose a la calle esos pequeños placeres que parecían imposibles. No quiero escribir sobre personajes que usan mascarillas. Quiero quedarme en una línea de espacio temporal, paralela, donde las desgracias eran otras y los prejuicios se volvían más turbios. Y quiero que la línea siga de manera interminable, con la certeza de que nos volveremos a cruzar.
Pero, si algo he aprendido es que da igual lo que yo quiera. Lo único que importa es que estamos aquí y que la imaginación es un lugar sagrado, poderoso, pero también fácil de ocupar si no llevamos cuidado. Vivo los días con optimismo, contento porque no he dejado de teclear, pese a los contratiempos y a las ganas que puedan tener muchos por provocarnos un dolor de cabeza. No pasarán, dicen, y eso mismo me repito. Nadie pasará de mi frente hacia dentro. Llevo muchos años forjándome entre el frío y la oscuridad. Así que me encuentro feliz, por estar donde me gusta, entre la primera línea de combate y el último párrafo de acción, cerca del ritmo y lejos de la discusión repetitiva. Feliz por, una vez más, por tener el lujo de observar, aunque prefiera otros paisajes, para empaparme de sensaciones y después trasladarlo a la página.
No soy pintor, pues tan sólo junto palabras y, aunque lo mío no sean cuadros y tal vez no sea capaz de pintar lo que veo, sólo deseo que se vea una parte de lo que escribo.