Madrid Bright Lights Big city

cars on road during night time

Último mes del año. En el bar de abajo ya han colgado los adornos de Navidad. Alguien me dijo una vez que, algún día, escribiría con la misma soltura que Desmond tocaba el saxo. Nunca hay que dejar de soñar. Hablar del frío es una realidad, la misma que mencionar lo hermoso que se pone el cielo de Madrid cuando sale el sol. El escritor joven, ya no lo es tanto, pero su alma sigue destilando afición y curiosidad. El final del año siempre supone un punto de inflexión y reflexión, de capítulos que se cierran y otros que se abrirán más pronto que tarde. Paseo con el perro por los aledaños del Mercado de Chamberí, pensando en escenas, en tramas y en diálogos que robo de conversaciones ajenas. Aprovecho estos días para leer más de lo habitual, para escuchar discos que tenía en el tintero y me fijo en esas cafeterías coquetas, recién abiertas, repletas de lindas mujeres. Lugares con mesas de hierro, superficie de mármol y manteles de tela, en los que corre el vino blanco por la fina cristalería y las agujas del reloj se detienen durante unas horas. La luna brilla en la noche cerrada en la cuesta de Ríos Rosas y el vaho de la maldita mascarilla empaña los cristales de las gafas.

Veladas de whisky escocés con hielo, conversaciones íntimas y toque de queda. Pasajes nocturnos que se almacenan bajo sábanas calentadas por el roce de los cuerpos, el alcohol destilado que supura por la piel y la música de las sirenas de la policía.
Cordero al horno, callos a la madrileña, botellas de Ribera, chistes malos que nos siguen pareciendo graciosos, encuentros con amigos y paseos por las plazas de un Madrid salvaje que ahora me queda lejano. Ahí estuve yo, comiendo con un buen amigo, señalo cuando pasamos por la puerta de una vieja y costumbrista casa de comidas que sigue igual que cuando la construyeron, antes de la Guerra Civil.

A veces me siento un poco como Buck, el perro de La llamada de lo salvaje de Jack London, sólo que Buck nació acomodado antes de convertirse en una fiera. En mi caso, ocurre al contrario, y lo salvaje llama a la puerta, pero me olvido cuando imagino el desenlace de la mañana siguiente.

Regreso a casa con las manos en los bolsillos de la chaqueta, disfrutando de las vistas de la Castellana, del otoño amarillento y colorido que dejan estas fechas, soñando con el idílico bocadillo de calamares de la Plaza Mayor que tampoco me voy a comer este año. Me abro un botellín, enciendo la calefacción y vislumbro el tránsito sosegado de las últimas horas del día, ahora desde la retaguardia del balcón.

Pase lo que pase, allá donde mire, habrá una historia que contar. Acompaño el pensamiento con un trago frío de cerveza burbujeante y eso me hace sentir mejor.