Mirando al pasado… de refilón

Calle Miodowa, Varsovia. 

 

La bandeja de entrada del correo electrónico rebosa de mensajes sin contestar. Pienso tomármelo con calma, al menos, hoy, ya que arrastro un pequeño resfriado que me he traído del Báltico.

Estos días he aprendido a desprenderme de la urgencia, a parar las agujas del reloj, para después comprobar que nada es tan importante como el momento presente.

Una de las mañanas por Varsovia, decidí recorrer los lugares que habían tenido alguna importancia en mi vida. Por supuesto, no tuve tiempo para visitarlos todos, así que tuve que priorizar. Me sentí extraño, lo reconozco. Pasear por un lugar que conoces como si fuera tu casa y, pese a todo, no eres más que un turista. Que estuvo allí, sí. Pero un turista.

La calle Miodowa es la de la foto. Mi primera residencia (hablé de ello en otra entrada hace un tiempo).

De ahí salieron ideas, historias y más de una amistad. Frente al tejado rojo de la vivienda, estaba el portal que daba entrada a la ‘kamienica’ en la que vivía (en español sería una corrala). Apenas duré un año en aquel sitio, el cual fue bastante intenso, pero tuve tiempo para escribir La chica de las canciones y Varsovia era una fiesta, así como un puñado de relatos que jamás vieron la luz. No lo tenía del todo claro, pero era feliz cada mañana. Y eso era lo mejor. El horizonte estaba cargado de una niebla espesa que me impedía ver más allá del día a día. Sin embargo, viví como un beatnik, exprimiendo cada gota de vida con toda la intensidad posible y metiéndome en situaciones de las que fui salvado por algún ángel bendito.

De eso hace ya siete años y, por entonces, creía vivir el gran sueño de ser escritor -a pesar de que eso, económicamente, no llegaría hasta cinco años más tarde-, pero reconozco que, para tener veintidós años entonces, le eché agallas arriesgándolo todo, sin importarme el qué.

Regresé a caminar por las baldosas de la calle que tanto me había dado al principio, a pesar de no conocerme de nada. Posiblemente, quien habite hoy poco sabrá de los sentimientos de amor, rabia, impotencia y, en muchas ocasiones, incertidumbre que hay impregnados en las paredes. Pero yo sabía que seguían ahí, que sólo necesité acercarme unos metros para volver a visionar esa película en mi cabeza y darme cuenta de que, sin esos momentos -y otros muchos que vendrían después-, no me habría convertido en quién soy hoy y que, por esa misma razón, forma parte de una piel de la que ya me desprendí.

En ocasiones, no conviene volver a probar los sabores del ayer, ni repetir las experiencias pasadas, a no ser que no nos quede otra opción. No se trata de olvidar, sino de seguir caminando, mirando hacia delante y no hacia atrás. Sé que suena fácil, pero es más difícil de aplicar de lo que nos pensamos.

Ya nos lo dijo Jorge Manrique:

«Recuerde el alma dormida, / avive el seso y despierte / contemplando / cómo se pasa la vida, / cómo se viene la muerte / tan callando, / cuán presto se va el placer, / cómo, después de acordado, / da dolor; / cómo, a nuestro parecer, / cualquiera tiempo pasado / fue mejor»

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Pablo Poveda, periodista y escritor de novelas de ficción. Creo en la cultura libre y sin ataduras. Si te ha gustado este artículo, conectemos: te animo a que te suscribas y descargues gratuitamente una de mis novelas.

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