Perdón

La conocí en la puerta del teatro que había junto a la Gran Vía. Ella estaba allí, junto a unos amigos.

Yo también, en la puerta del ultramarinos que lindaba con el teatro y, aunque no recuerdo muy bien el porqué, llevaba una lata de cerveza sin abrir entre los dedos.

Pronto me di cuenta de que la mano invisible del destino no nos había unido.

Como ella, un montón de jóvenes se aglutinaban alrededor de la puerta del teatro a la espera de la estrella invitada. Alguien me dijo que un famoso de Youtube estaba allí dentro. Indiferente, caminé hacia ella incapaz de articular palabra y pasé por su lado.

Los únicos famosos que conocía ya estaban bajo tierra.

Ella llevaba una gabardina marrón, unas medias oscuras y el segundo botón de la blusa desabrochado. No hacía frío, pero estábamos en otoño. Todos parecíamos idiotas sudando bajo los jerséis y las camisas.

Nos miramos con intensidad y le rocé los labios con las pupilas. Ella se tocó el pelo y volvió a sus amigos. Noté un ligero silencio al caminar, como si un batallón de Flandes llegara al pueblo. Sus pupilas cargaban con más información de lo que las palabras podían decirme.

No era el momento, ni el lugar, ni estábamos allí para conocernos y, aunque era difícil de asimilar, pues el libre el albedrío no entendía de normas ni de tiempo, acepté el reglamento como un profesional y lo dejé pasar, porque ya había estado allí antes, porque yo había sido ella en alguna ocasión, porque yo había sido el otro, el chico de pelo corto y rubio, de suéter naranja y barba de tres días que la acompañaba.

El lastre de turno que estaba a punto de quedarse solo.

Guardé su perfume al cruzar por su lado y levanté en ancla. Dije adiós en silencio y me marché calle abajo para mezclarme con el alumbrado público y las luces de los coches.

Los días pasaron y ya me había olvidado de ella cuando, en otro contexto, en otra situación, volví a sentir el halo de aquel perfume que despertó mis recuerdos. Es sorprendente cómo un olor es capaz de rebuscar en lo más profundo del subconsciente llevándonos a lugares escondidos.

Cuando quise darme cuenta, el perro tiraba hacia una esquina en la que dos perfiles hablaban de espaldas frente a la puerta de un bar.

Otra esquina marcada por orín, me dije pensando como un perro. Dado lo miserable que era vivir dependiente de un collar, me dejé llevar hacia el vértice de la calle regalándole su capricho natural. Y allí, mientras el cánido levantaba la pata y husmeaba como un cazador hambriento, se volvió a encender algo más que los neones de la máquina de tabaco del bar.

Reconocí esa gabardina, también su mirada y el incipiente deseo que ya no reprimía ni tampoco se esforzaba por ocultar. Me miró a mí primero, después al perro. Algo inusual. Sonrió y mi compañero supo hacer su labor. Qué perro tan bonito, dijo y solté la correa.

De nuevo, sus pupilas comunicaron más que lo que una conversación banal hubiera hecho. Nos acordábamos el uno del otro y un pestañeo fue suficiente para decirme que trabajaba por allí y que se alegraba de verme por el barrio.

— ¿Cómo se llama? — me dijo.

— Puedes hablarme de tú, no soy tan viejo.

— Me refería al perro — contestó. Y aunque lo hice a propósito, fue suficiente para arrancarle una sonrisa.

En efecto, Marla no tardó mucho en dejarlo con aquel chico de pelo corto y rubio, al menos, por un tiempo, hasta que se dio cuenta de que yo no era para ella, sino más bien una atracción efímera, una estación de paso en la que los viajeros se apean hasta que llega el próximo tren.

Estaba aburrida de hacer siempre lo mismo, de creer conocer demasiado a alguien, de no haber conocido apenas al resto.

Buscaba sin encontrar y las travesuras, lo fresco, lo caótico, eran lo único que podían sacarla de esa tela de araña que ella misma se había tejido.

Le dije que todo iría bien, que tarde o temprano todos encontramos la felicidad en algún momento de nuestra vida y que en la vida hay quien da y quien recibe.

Aunque los errores se pagan, siempre existe alguien dispuesto a perdonarnos o no juzgarnos por ellos. Al final de la carrera, quédate con esta persona, le sugerí, pues el resto todavía busca un hombro en el que descansar.

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Pablo Poveda, periodista y escritor de novelas de ficción. Creo en la cultura libre y sin ataduras. Si te ha gustado este artículo, conectemos: te animo a que te suscribas y descargues gratuitamente una de mis novelas.

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