Recapitulando

 

Hace un año escribía sobre lo imperfecto que era y lo aburrido que sería si no tuviera nada por lo que esforzarme.

Doce meses después, mi situación ha cambiado más de lo que pude haber imaginado en ese momento.

Hoy escribo desde otra ventana, en otro lugar, en otro contexto, pero sigo siendo tan o más imperfecto que ayer.

Reconozco que, desde mi vuelta a España, no soy la persona más sociable que existe por aquí. Siempre estoy abierto a visitas y encuentros, a sonrisas y a conversación provechosas, pero también limito mi exposición con otros, el contacto en las calles, las reuniones humanas. A veces, puede que demasiado.

En algún momento de los últimos doce meses, llegué a la determinación de que el tiempo es valioso y no se puede recuperar (a pesar de que sea una invención humana) y que seguir vagando por las barras de los bares hasta el amanecer no traía más que lamentos posteriores.

Llegué a la conclusión de que la vida había que vivirla, pero también era importante dejar paso a los jóvenes que venían detrás, con más ganas de comerse el mundo que yo en según qué aspectos.

Aprendí que está bien quedarse en casa un sábado por la noche leyendo un libro y despertar pronto el domingo. Que no hay que prestar atención a las opiniones ajenas que sólo nos generan ansiedad, siempre y cuando no las hayamos pedido. Que elegir a tus amistades es positivo, y deshacerte de quien no te aporta nada, aunque os una un pasado, también. Que tú eres tú, tu mente, tu cuerpo y tu vida. Cómo los trates, será tu problema.

Aprendí a saborear los placeres de la soledad porque, cuanto menos se necesita, más se conecta con el resto de personas.

Existe y ha existido siempre una fuerte presión para formar parte de algo, encontrar una identidad común, ya sea en un grupo político, religioso, deportivo o vandálico. Una necesidad absurda de ser protagonistas de los sueños de otros, de las pasiones que no hemos elegido, de los caminos que nos llevan a donde no queremos, mientras buscamos una dosis de aprobación.

No somos tan diferentes a otros seres vivos que corren en manada, pero queremos pensar que sí.

No obstante, cuando creemos que todo está en orden, cuando dejamos de prestar atención a eso por lo que trabajamos, el caos llega de alguna forma, para desordenarlo todo, hundirnos en la más pura miseria (del tipo que sea) y forzarnos a cambiar.

Todo lo que sube, baja. Tu vida no es una excepción.

Ahora te va bien, quizá demasiado bien y quieres que todo termine aquí, bajarte del barco, pero no será así.

Quizá te vaya mal, muy mal, y pienses que nunca terminará esto.

Confía en mí.

No desistas, lo hará.

Todo termina.

Si crees que estás en una línea constante, quieras o no, temo decirte que no es así. Arriba o abajo, no hay más, aunque tú quieras creer otra cosa.

Y, entonces, uno se da cuenta de que los extremos no son buenos, que es importante volver al lugar del que huías, aunque sea para corroborar que estás bien donde estás, para entender que lo bueno no existe sin lo malo, para recordar quién eres y quién no quieres ser, para entender que seguirás teniendo imperfecciones siempre, pero está bien, no pasa nada, porque siempre habrá una razón para seguir adelante.

Dentro de un año volveré a leer esto, a escribir de nuevo. Dentro de un año seguiré siendo imperfecto, aunque ya me habré olvidado de lo que me preocupa hoy.