Rumbo

 

Cada mañana, a las seis y media, cuando salgo a la calle para que el perro haga sus necesidades, estire las piernas y, de paso, yo empiece a despertar, miro hacia el horizonte, la infinidad del mar y pienso en la línea recta e imaginaria que conecta con Orán o con Cerdeña.

La mayoría de las veces, estamos solos, bajo el manto de la luna y las estrellas. En otras ocasiones, algunos madrugadores corren por el paseo.

Cuando coincidimos, a lo lejos, en el horizonte, encuentro algunos barcos que navegan hacia el puerto o salen a faenar. Normalmente son pequeñas embarcaciones, luceros diminutos, solitarios y tranquilos.

Entonces me imagino la vida de esos hombres y reflexiono sobre la mía, en cómo me siento y lo mucho que me identifico con ese lucero navegando sólo por un mar abierto e impredecible.

Toda mi vida ha sido así aunque hoy, más que nunca, soy consciente de la luz blanca que alumbra mis manos sobre el timón.

Sujetar bien los mandos, arriar y seguir el rumbo de la brújula a pesar de los vientos y la violencia del mar.

Durante muchos años, fletaba en el interior de una barca creyendo que tenía un gran buque en mis manos.

Poco a poco, desprendiéndome del peligroso ego, me di cuenta de que, como yo, la mayoría de personas navegan cada día mirando el interior de su mundo, creyendo ser más importantes de lo que realmente son.

Como le decía a un amigo, mi visión de la vida, de entender las cosas como vienen, lo que está bien, lo que no, lo que es importante; no es la mejor, ni la peor, pero es la que tengo y nuestra existencia es demasiado corta como para estar justificándose a menudo.

Cuando escribo, lo hago desde el corazón, desde las entrañas. No pretendo encantar a todo el mundo, ni tampoco caer bien. Al igual que en el amor, muchas veces, no soy lo que buscan, y eso nos pasa a todos.

Es lo único que sé hacer y por eso lo practico a diario, para seguir pensando, para mejorar la disciplina, para evitar olvidarla.

Los escritores, por lo general, son personas con bastante ego, quizá demasiado, ya que, en su mayoría, están dispuestos a hablar de ellos, ya sea porque lo necesitan o porque no pueden evitarlo.

En un momento en el que cualquiera puede verter su opinión en una ventana virtual, todos se creen capaces de opinar, de juzgar y de llenar el ciberespacio de residuos que no perdurarán en la memoria.

No obstante, por muy lícito que sea, no a todo el mundo le interesa. De hecho, no le interesa a casi nada.

Por tanto, lleva tu guerra en silencio.

Si algo he aprendido en estos siete años años es que, una vez dejamos de atender esa voz interior que pide, en función de nuestros traumas, más y más validación, y adoptamos una actitud jovial, abierta y con ganas de pasar un buen rato haciendo lo que mejor conocemos, sea lo que sea, los problemas desaparecen, no hay mar que nos tire de la popa y las ganas de justificar nuestras acciones se evaporan.

Navega como ese pequeño lucero en la inmesidad de la noche. Con calma, sin hacer ruido, pero con el rumbo marcado. Cuando menos lo esperes, alguien, desde la distancia, te verá y se identificará con tu historia.