Sistemas

Anoche me desperté pensando en algo, en una ciudad, una imagen que olvidé apuntar y, por tanto, ya no recuerdo.

Cada mañana, cuando suena el despertador, me gustaría quedarme un poco más y me arrepiento de muchas cosas, pero luego lo olvido y se me pasa.

Soy una persona de costumbres, de hábitos, de rutinas que sólo muestran resultados a largo plazo, y no inmediatos. Y esa es la razón por la que cada día es una lucha constante contra mí mismo, contra la comodidad, contra el dejarlo para después, ese más tarde que termina siendo nunca.

Es el único camino para seguir adelante. No hay otro.

Me fascina la facilidad que tenemos para cumplir con algunas normas impuestas y la escasa voluntad que desarrollamos para trabajar en nosotros mismos.

Nadie se plantea llegar tarde al trabajo o a la escuela. Las consecuencias pueden ser nefastas.

Sin embargo, sí que somos capaces de evitar leer ese libro, dejar que nuestros sueños los cumplan otros, volver a pintar por puro placer o practicar deporte para sentirnos mejor.

Siempre hay una excusa, algo más importante que nosotros y esa impotencia por no llevarlos a cabo termina transformándose en envidia ajena.

Un tiempo atrás, cuando estudiaba en la universidad, admiraba a esas personas capaces de todo, de comerse el mundo en veinticuatro horas y, aún así, continuar con ganas de seguir viviendo.

Admiraba sus vidas, lo que habían logrado y deseaba tanto tener lo mismo, que empezaron a caerme mal.

Obviaba que detrás de aquellas vidas de ocio y disfrute, quedaban horas y horas de trabajo, posiblemente, tareas que a nadie le gustaba hacer.

Por entonces, la mayor parte del tiempo la pasaba entre páginas web, series americanas de televisión, libros y discos de música. No hacía nada más y tengo un vago recuerdo de estar acostado durante mucho tiempo mirando a la pantalla de mi portátil.

Así pasaron los años.

Después empeoró y me fui al extranjero donde hacía lo mismo combinándolo con noches continuas de barras de bar y clubes nocturnos.

Siempre fui un romántico.

Hasta que me agoté.

Tan pronto como entendí que jamás me tocaría la lotería de escribir un libro y que me lo publicaran, que mendigar no servía de nada, que el mundo no necesitaba más Kerouacs, ni Bukowskis, ni Hemingways emborrachándose y hablando de la vida y que si no hacía algo al respecto vería el resto de mis días pasar por la ventanilla de un vagón, acepté que necesitaba un sistema.

Cada persona es libre -o eso queremos pensar- de elegir su destino y el mío, aquel que soñaba durante mis días de universidad, no se encontraba en una oficina.

Hoy, no veo series, no tengo suscripción a Netflix y siento que cada día es una oportunidad para seguir tirando del carro.

Levantarme antes de que salga el sol, dividir las horas por bloques y procurar ser fiel a ellos, porque sé, que en el mejor de los casos, mi año llegará en una década y no hoy, pero como escribía Antonio Machado en sus versos:

Todo pasa y todo queda
Pero lo nuestro es pasar
Pasar haciendo caminos
Caminos sobre la mar

El mejor sistema es en el que creemos. Lo que funciona para mí, puede no hacerlo para otros.

Después de leer decenas de libros y artículos sobre gente efectiva, productividad, procrastinación y psicología, he llegado a la conclusión de que ninguno sirve de nada si no somos honestos antes de empezar.

Al cuerno las listas de enero, los mensajes positivos y la mediocridad de compararse y conformarse con lo que hay porque la vida nos ha caído así.

Eso no es cierto.

Hay que pensar en grande, joder, y no conformarse jamás.

Aceptar nuestras limitaciones es el primer paso.

Dar las gracias por tenerlas, el segundo.

Entender que somos imperfectos sin desanimarnos, porque llevará tiempo y que hay mucho trabajo por hacer.

Idealizar un día perfecto partiendo de que siempre habrá algo que no nos gustará y llevarlo a cabo, siendo fiel a él como lo somos con nosotros mismos, con nuestra familia, con esa persona a la que tanto amamos.

Y no hace falta darle más vueltas.

Podremos fallar, pero volveremos a intentarlo. La clave es no rendirse, girar a toda velocidad como una rueda sin saltarse los días.

Entender que no hay una meta, un final, que cuando todo pase, habremos tomado otra dirección y estará bien, pero tendremos un sistema para seguir caminando, un sistema que habremos perfeccionado tanto que nos hará imparables y orgullosos de haber escalado esa montaña psicológica de miedos, temores, pequeñas victorias y derrotas, sin importarnos lo que piense el resto del mundo, porque ahí reside la magia de todo el esfuerzo.

Llegar a la cama y respirar hondo con la satisfacción de haberlo dado todo sobre el cuadrilátero.

Lo nuestro es pasar, seguir haciendo camino, a diario, golpe a golpe, verso a verso.