Solitud

No suelo hablar sobre las relaciones sentimentales. Es un terreno en el que me pierdo, como casi todo el mundo.

Parto de la premisa de que, por muy abierto que me considere, soy una persona compleja.

Todos lo somos.

Hablar de las relaciones como algo predecible y sistemático es como describir un planeta que ni siquiera hemos visitado.

Juzgamos en función de nuestras percepciones, de la experiencia previa, que puede ser mucha, poca o ninguna; de lo que el entorno nos dice como debe ser.

Buscamos a la persona pefecta, a pesar de las imperfecciones que cargamos a nuestras espaldas.

No recuerdo haber estado solo nunca, hasta este año. Nunca lo busqué, simplemente llegó.

Cuanto más te relacionas, más posibilidades hay de compartir tu vida con alguien, más se intensifican tus deseos de dormir acompañado y más te aterra caer en esa monotonía para siempre.

Hace tiempo que dejé de ver el amor como esa fuerza devastadora que arrasa campos de hierba. Hace tiempo que entendí el amor como un sol brillante, más que un tornado de emociones.

Porque lo que yo hacía no era sentir, sino idealizar, y cuanto más lo hacía, arrastraba a la otra persona a un campo magnético adaptable a mi forma de ver el mundo.

No sé cuántas relaciones son muchas o pocas, pues no llevo la cuenta de las mujeres que he conocido, pero sé cuántas son suficientes para poner un punto y a parte.

Por primera vez, tras un periodo emocional intenso, decidí retirarme de las relaciones duraderas. Estar solo, permitir que afloraran los pensamientos y plantearme las preguntas que seguían sin respuesta.

Muchas personas temen quedarse solas sentimentalmente porque es lo mejor que les puede ocurrir.

La solitud, como ejercicio, nos enfrenta a la incógnita y nos hace más fuertes.

Y es curioso que, en un tercio de vida, ni siquiera me cuestionara las necesidades que tenía, lo que realmente era importante para mí; ni que tampoco aceptara mis defectos y, menos todavía, que asimilara que mi realidad es una mota de polvo en un universo de puntos de vista y que está bien así.

Más allá de las diferencias que existen entre dos personas, sé que puedo amar a alguien pese a que tengamos diferencias, pero también sé que no puedo estar con alguien que destruya la paz mental que flota a mi alrededor.

Las acciones tienen consecuencias y que exista un cambio, no significa que siempre sea positivo.

Es más fácil encontrar a esa persona que nos complementa, que cambiar a la que nos amarga la vida.

Porque no cambiará, ni nosotros tampoco.

Porque somos seres imperfectos que buscamos la pieza que nos falta fuera de nosotros, en lugar de aceptar que nuestra obra estará acabada cuando se apague la luz que llevamos dentro.

Querer, aceptar y dejar marchar, sin juzgar, sin resentimientos. Y no digo que sea fácil, pues no lo es.

Los sentimientos hablan en otro idioma incomprensible, pero todo pasa, como una tormenta y siempre vuelve a brillar el sol, aunque sea por poco tiempo.

Ya no busco amores perfectos aunque me trague comedias en Netflix. Ni puestas de sol en Tabarca, aunque las siga fotografiando.

La ilusión se crea, los sentimientos se comparten y, partiendo de esto, el corazón se abre a una infinidad de posibilidades.