Trenes y señales

Vi el jardín de la estación a lo lejos. Esta vez, el viaje en tren se hizo más pesado de la cuenta. Quizá porque mi entusiasmo no era el mismo que en otras ocasiones. Cuando viajas a un lugar que conoces, de vuelta, piensas en deshacer la maleta, llenar la nevera, ordenar bártulos. Tan sólo la idea, ya te abruma. Pero soy de esas personas que se lo toma con filosofía y buen humor. ¿Qué hacer? Si no puedes cambiarlo… Así que opté por disfrutar, lo que pudiera, del momento. La verdad es que no entiendo mucho el significado de casa. Sinceramente, siento que tengo unas cuantas y nunca me llego a sentir del todo cómo en ninguna parte. Pero me he acostumbrado a ello.

Durante el trayecto tuve suerte y lo tomé como una señal de este nuevo comienzo. No siempre se tiene. Quien paga, tiene derecho a viajar pero, en ocasiones, los astros no se alían y el sistema informático coloca a los viajeros más molestos con aquellos que buscan un poco de descanso. A mi lado se sentó una chica joven, muy joven, y también muy bonita. Tenía los ojos azules, el cabello dorado y la piel chamuscada de haberse pasado dos meses bajo el sol alicantino. Me saludó con un “hello”, a lo que respondí del mismo modo, hasta que me di cuenta de que era más española que yo, y me quedé desconcertado. No le pregunté nada porque me quedé dormido entre lectura y lectura, pero experimenté algo que todavía no me había sucedido. Tal vez su edad fuera el problema. Y es que, no tendría más de dieciocho años. Un dato que hasta ese momento, no había sido un problema, porque tampoco había tenido la necesidad de planteármelo, pero ahora era diferente. A pesar de su perfecta belleza, algo se apagaba en mi interior. Perdí el interés, a pesar de que leyera Cumbres Borrascosas en una vieja edición e intentara mirar qué leía o me hiciera alguna foto disimuladamente.

A la salida, caminó delante de mí por el pasillo hasta su maleta que, casualmente, estaba junto a la mía. Cuando la cogió, me sorprendió con un giro y se quedó plantada mirándome por unos segundos. Le sonreí, agarré mi equipaje y salí del vagón. Honestamente, en esos momentos, sólo pensaba en no perder el tren de cercanías, llegar a casa, ponerme un vino, cortar un poco de fuet  y de queso manchego y echarme una siesta de mil demonios.

La vida está llena de señales, aunque no nos demos cuenta en el preciso momento de ellas. La mía fue que me estoy haciendo mayor, por recordarla hoy en trescientas palabras y por haber pasado de ella ayer.

El cielo está lleno de estrellas, pero es imposible fijarse en todas a la vez.