Venus

Desco

Viernes, el día del amor. Para algunos significa el fin de algo y, para otros, el comienzo.
Para mí, sin excepción y sin importar dónde y en qué momento de mi vida me encontrara, los viernes siempre significaron un paréntesis, esa colilla que alguien apaga y aplasta contra el cenicero.

Recuerdo aquella campaña de refresco en la que se animaba a compartir los momentos sin conexión, incitando así a que termináramos con cualquier resquicio de anonimato -si es que nos quedaba alguno-.

Instagram se llenaba de unplugged moments y la gracia y el misterio que guardaba para algunas personas, se marchaban para siempre (sin contar lo mal que quedaban cuando los comparábamos con los de esos perfiles con miles de seguidores).

Hemos llegado a un momento tan absurdo que, en ocasiones, parece que hay que disculparse por no saber quién es la otra persona sin habernos presentado previamente.

Con todos mis respetos, sería más apropiado disculparse por conocerla.

Porque los momentos sin conexión son otros y en la vida hacen falta más que un puñado de números al lado de tu foto para saber si ese alguien merece la pena.

El primer paso es poner los pies en el asfalto y sentir la suela de los zapatos.

La vida se juega aquí y no en una pantalla.

Abogar más por las conversaciones cálidas y no por la mensajería instantánea.

Bailar en casa, porque sí.

Dejar de preocuparnos tanto por los corazones de una foto y pensar más en el nuestro.

Compartir momentos -de los que ponen el vello de punta- y escuchar otra carcajada que no sea la tuya.

Beber más vino, brindar a escondidas, porque cada momento es único e importante.

Vagar en soledad durante una temporada, porque solo así lograremos enfrentarnos a nuestros demonios más profundos.

Y, qué demonios, cenar donde lo que nos salga del gaznate, por muy pecaminoso que sea, que nadie nos va a ver.