Cuchillos

Tres Vasos Blancos

Una noche extraña, gélida y de dudoso recuerdo, acabé en un bar clandestino cercano a los bajos del Círculo de Bellas Artes. Allí conocí a un tipo entrañable con cazadora de flecos. Era mayor que yo, por dentro y por fuera, y su voz gastada tenía la melodía de un himno generacional. Me preguntó cómo me ganaba la vida y si frecuentaba los cafés para escribir mis libros. Le respondí que era incapaz de tener gente a mi alrededor y pareció entenderme. Después le saqué el oficio y me dijo que era lanzador de cuchillos, a espera de la jubilación. Cuando le pregunté qué pensaba su familia y su entorno al respecto, me dijo:
—Nunca pedí que lo respetaran, ni siquiera que lo entendieran. Al contrario, sólo les pedí una cosa: que no se pusieran en medio cuando trabajaba.
Luego dio un trago y clavó la mirada en el espejo que había al otro lado de la barra.
Una respuesta obvia, pensé a priori. Más tarde entendí que de eso iba todo.
No éramos tan distintos.
Palabras, cuchillos, precisión. A veces se acierta, a veces se hiere. No importa la destreza. Siempre hay alguien dispuesto a juzgarte por primera vez.
Al siguiente trago, le pregunté si había lastimado a alguien, pero esa ya es otra historia.