El viejo y el mar

Woman on a beach with three figures standing around a fire behind her

Hemingway llegó a mí en el momento oportuno. Ni muy pronto, ni tampoco demasiado tarde. Llegó cuando la efervescencia juvenil había quedado en un segundo plano y mi búsqueda comenzaba por otra parte. Leí París era una fiesta en un tren de cinco horas, de camino a la capital polaca. Después me hice con su obra. El viejo y el mar coincidió con el verano, en uno de esos viajes a España que solía hacer por vacaciones, el mismo año que engrosé mis primeros cien dólares en Amazon. Recuerdo que era agosto, en plena tarde, y estaba tomando una copa en la terraza de un bar. Tenía la playa frente a mis ojos, abarrotada de gente tomando el sol y relajándose en el agua. Aún puedo imaginar las gaviotas picoteando en el mar, en busca de alimento, y a los surfistas que cruzaban la línea del horizonte con su vela. Durante aquellos días, terminé las páginas de la novela, a la par que ponía punto y final a La Isla del Silencio. Estaba a punto de dar un paso, de romper con todo. Lo sabía, pero era incapaz de sentir el maremoto que sea acercaba.

En El viejo y el mar conocí a Santiago, el protagonista del libro, un viejo pescador que no pesca, pero que vive ilusionado con que pescará el emperador más grande del Caribe. Cuando Santiago sale a faenar, se las ve canutas con el pez espada, y también con el tiburón que rodea el bote y le arrebata la pesca. Una pelea constante que me hizo reflexionar, no sólo sobre el árduo arte de la pesca, sino también sobre lo importante que es creer en uno mismo.

La novela me enseñó a ser fuerte, a confiar en mí por encima de todas las cosas y a que me importara un carajo lo que pensaran de mí y de lo que estaba a punto de hacer. Santiago no escuchaba a los que se reían de él o le decían que creía en imposibles, a pesar de que fuera un pescador experimentado. A Santiago le resbalaba todo comentario que no tuviera algo de utilidad para su pesca y no perdía el tiempo para complacer a nadie más que a sí mismo.

Cuando escribes, no hay otro camino, porque tampoco faltan tiburones rodeando tu bote, dispuestos a destrozar la madera. Tienes que centrarte en lo que escribes, pero también en los lectores que te leen a menudo. Tienes que centrarte en quien te ayuda a mejorar, no en quien busca la razón sobre cualquier estupidez. Y, por encima de todo, tienes que creer en tu disciplina y perfeccionarla cada día. El resto es morralla.

Como el pescador, no pierdo ni un segundo en debates, riñas o cuestiones que salgan de mi abc personal. Quizá el error de Santiago fue anunciar tantas veces que iba a lograrlo, en lugar de hacerlo. En esta vida, las cuentas se riden con la almohada y la faena se hace en silencio. La necesidad de atención es para quienes tuvieron falta de cariño en el pasado, pero el ego no sacia el hambre. Santiago siempre estuvo presente en mi escritura, de un modo u otro, así como también lo estuvo su historia.

Desconozco si fue lo que Hemingway quiso transmitir, pero esa fue la lección que el libro tenía para mí.

Con la próxima novela, pongo punto final a este sincero homenaje.