Nos despedimos del primer mes del año como si hubiera pasado una ráfaga de viento. La verdad es que cada vez me cuesta más asimilar el tiempo, los días, las cervezas, trasnochar o despertar algunas mañanas. Sin embargo, aquí sigo, constante, dándole a la tecla, poniéndome frente al teclado cada mañana, a pesar de las idas y venidas, intentando ser un poco mejor y con esa incertidumbre sobre si, algún día, me quedaré sin historias que contar. En realidad, no lo pienso y vivo, que ya es suficiente. Estos días termino las correcciones de lo siguiente. Los árboles siguen resistiendo al invierno, como si ya no estuvieran, pero ahí siguen, al otro lado de la ventana, hasta que, cuando menos lo espere, se pongan en flor.
Hace una semana, bajaba por Galileo hasta Pintor Rosales, dando un agradable paseo al sol, recordando mis primeras veces en Madrid, mucho antes de venirme a vivir, cuando todo me parecía enorme y mi sombra tan pequeña. Mañanas en las que venía en un tren que tardaba el doble que los de ahora, y por eso hacía que el viaje pareciera más largo. Por entonces escribía, sin reglas, ni forma y tampoco estilo.
Recuerdo que iba de Nuevos Ministerios al intercambiador de Moncloa y me mezclaba con los universitarios —entonces, como yo—, que me mostraban otra vida que no conocía en la provincia. Después me iba a tomar un café a un bar —hoy, probablemente, cerrado, pues no lo encontré más tarde—, con camareros vestidos de uniforme, muebles de madera y todos los platillos preparados para los cafés. Allí tomaba notas mentales mientras esperaba a que fueran a por mí. Años más tarde, me dejaba caer por esas calles, recordando todo aquello como si fuera ayer.
Por el camino, fui a visitar el Templo de Debod, donde tantos momentos guardaba con amigos y alguna que otra novia, pero, por encima de todo, de los paseos que daba a diario, todas las mañanas, con el perro. Eso también quedaba ya lejos, tanto, que daba vértigo pensar en los seis años transcurridos.
Estas últimas semanas han sido de mucho trajín, de mucho escribir y de algunos viajes rápidos que se cruzan en la agenda.
El tiempo pasa, como el invierno, sin que me dé cuenta, pero aquí sigo, y también mi perro, guardando historias para escribirlas más adelante, puede que no en esta ciudad, tal vez en otra, pero no importa.
Guardaré una huella mientras quede memoria, mientras quede escrito en una novela, en un texto, en un comentario y, al final, eso es lo que permanece.
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