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Jueves. Plato de jamón y montado de calamares en el bar de abajo de casa. Después he regresado al teclado pensando en el título de lo siguiente. Lo siguiente es una idea tan vaga como la de sentarme a ver esa serie que estuvo de moda hace años.
Hace un rato, mientras esperaba a que me sirvieran la comida, he leído una frase que decía que Twitter no era real. ¿Y qué lo es?, me he preguntado. A medida que recuperamos la normalidad, vuelve el crápula que llevamos dentro y la noche se parece más a la película de Barfly -al menos, la que yo frecuento- que a lo que veo en Instagram. Cuando todo parecía perdido, reconozco que los pliegues vuelven a su orden y los puntos se unen para que siga escribiendo. Hace dos sábados descubría uno de esos rincones de Noviciado en los que la vida pasa por delante de ti mientras cenas un plato de callos. La semana pasada, después de triangular la ciudad de madrugada en una de esas noches en las que auguraba tranquilidad, me vi en un piano bar de barra acolchadas, camareros con pajarita, clientela variopinta -desde lo más pijo hasta lo más extravagante-, sofás Chesterfield, muebles Rococó, canciones de Julio Iglesias a viva voz y un mexicano invitándonos a jamón y champán encima del piano. Entre la nebulosa de los gritos y de los cócteles, vi la entradilla de la siguiente novela, sentí el ansia por teclear durante horas y comprendí que sin aquello no había de esto. La noche no terminó ahí, pero yo ya tenía la primera escena de «lo siguiente», y en ese momento me importaba poco el título, la trama y los personajes. Tan sólo pensaba en el piano, el pianista, el plato de ibéricos, la muchedumbre a mi alrededor y al gigante mexicano, borracho como una cuba, pagando las botellas y sirviéndonos más espumoso.
Pasados los días y pasada la resaca, bajo el sol otoñal y esa brisa helada de la meseta, busco las palabras perfectas, recuerdo las imágenes de las últimas noches y espero a que me sirvan, sentado, con un bolígrafo de papel fino y una servilleta, pensando en el título de lo siguiente.
