Bill Evans

Santa la semana que uno lo deja todo para atender a lo que pasa por la ventana. Suena Bill Evans en el salón de casa y la calle se vacía lentamente mientras sigo al teclado, reflexionando, completando párrafos, secuencias, escenas, capítulos. Cada título de canción representa un momento concreto de mi vida. El frenesí de las últimas semanas descendió como un yunque pesado sobre mi estado de ánimo. En ocasiones, sólo queda seguir remando, a pesar de que uno tenga ganas de flotar y dejarse llevar por la marea, pero todos sabemos que hacer eso nunca lleva a buen puerto.

Doy las últimas pinceladas a un libro que verá la luz en mayo y pongo las primeras notas a una nueva entrega por las calles de Madrid. Escribo por necesidad y por pasión, y cada día me importa menos lo que pasa a mi alrededor. Diez años después de poner un pie en Polonia, me hago la misma pregunta, y la sensación de empezar nunca termina.

En cosa de un mes, llegaré a los 34. Pasada la edad de Cristo, se supone que llegan las crisis y los momentos de iluminación que uno tanto teme y desea a la vez. Por suerte, dudo que eso ocurra, pues ya sucedió años atrás, peleando quijotescamente contra los fantasmas del pasado, acompañado por Davis y Coltrane durante largas tardes de invierno, observando las olas de la playa y los guitarrazos de Jimmy Page que me empujaban a correr por las mañanas.

De eso han pasado seis años, aunque parece el soplo de una brisa de verano: agradable en el recuerdo breve, insoportable si se alarga demasiado.

Ahora, ya un tiempo, en Madrid, la cosa no ha cambiado mucho: corro, escribo, bebo, me reproduzco y muero de cuando en cuando, hasta que consigo resucitar. Uno logra amaestrar algunas cosas, pero nunca llega a adiestrarse a sí mismo, por mucho estoicismo que lea.

Me siento bien, otro mes de abril, mejor que nunca, pues nadie me ha robado el tiempo, ni el mes, ni las ganas de seguir entre trincheras. Atrás quedan las hojas secas, los amores perdidos, los instantes en que saqué lo peor y lo mejor de mí. Atrás, pero no demasiado lejos, como una bendición que da paso a una lección aprendida, a algo mejor. Hoy la vida es más placentera que ayer, un lujo para algunos, una quimera para muchos, un desafío diario para mí cuando me siento al teclado. Hay cerveza, vino y jamón en la despensa. Los dedos bailan al ritmo de «Spring is here» y, qué demonios, el tiempo se escapa y hay un libro que escribir.