Día de misa

Estos días, sigo madrugando, aunque dedico horas a recrear la imaginación sin acariciar el teclado. Antes del amanecer, pongo la primera cafetera del día, selecciono un disco de jazz y me coloco los auriculares inalámbricos. Atrás quedaron los días en los que escribía con unos cascos de diadema, aislado del mundo exterior, conectado a un jack, dolorido por la rígida estructura de metal que apretaba mi cabeza. Mientras escribo estas palabras, oigo el abrir y cerrar de las puertas de los vecinos, que abandonan sus moradas para ir a trabajar. Poco a poco, el silencio de la calle se transforma en una siniestra sinfonía de bocinas de automóviles, voces que provienen del bar y ruido difícil de clasificar. A mí aún me queda un rato para salir con el perro, por eso alargo estas líneas y doy sorbos a un café que ya está tibio. Me gusta pisar la calle cuando ya no están, cuando el ajetreo de los cuerpos ha desaparecido, cuando las calles se despejan de coches y la ansiedad por llegar puntual a la oficina se transforma en un perfume que flota en el aire. En definitiva, me gusta salir a la calle cuando no existo para ellos, porque no hay ventana por la que me puedan ver, aunque siempre me cruce con alguien que llega tarde.
Mañana sale el nuevo libro y el ritual es parecido al de observar un cirio que se consume lentamente. Hoy tomaré el sol mientras paseo con el perro, terminaré de redactar los últimos correos, comprobaré las listas de tareas por completar y cocinaré algo sencillo pero rico para mí. Tal vez abra un vino, tal vez no, y puede que el whisky de la noche lo pase al mediodía. Después de tanto tiempo, sigo sin tener clara mi propia misa. Cuando anochezca, me iré a dormir con los nervios a flor de piel, a pesar de haber hecho esto más de cuarenta veces. A la mañana siguiente, despertaré de madrugada, soñoliento, preguntándome si todo ha salido bien. Entonces prepararé café, pondré un disco de jazz y me colocaré los auriculares para no molestar a los vecinos. Sin embargo, la vela se habrá apagado, mis efímeras vacaciones habrán terminado y las ideas golpearán como un martillo en mi cabeza, pensando en la siguiente historia que contar, en la próxima aventura por vivir.