Forjado a golpes

 

Hace un par de semanas, una chica me decía en un bar de Malasaña que no todo lo bueno está en Madrid. Le contesté que era cierto, mientras sonaba flamenco de fondo y nos reuníamos alrededor de la mesa de una de esas neotabernas que ahora están tan de moda. Lo que dijo la chica era cierto, como hay otras tantas certezas sobre la capital que sólo uno descubre cuando lleva suficientes noches quemadas a sus espaldas. Estos días los he pasado cerca del Mediterráneo, lejos del teléfono —aunque no del teclado—, de los correos, de las prisas y del ruido infernal del tráfico que no cesa. Vivir cerca del mar no tiene precio, como tampoco lo tiene la pachorra con la que se mueve la ciudad, a una velocidad que asusta o conmueve, no lo sé muy bien todavía.

Entre lecturas, películas y productos de la tierra, he dormido a pierna suelta, he tomado el sol y he bebido lo justo, mientras recordaba años que no volverán, una infancia pasada y me daba una vuelta por los alrededores del colegio al que fui, donde aún no había germinado la idea de escribir un párrafo.

Un arroz con conejo, una botella de Ramón Bilbao y la familia, en uno de esos lugares que aparecen repetidas veces en mis novelas. Un paseo por la playa con el perro, rememorando el año que pasé viviendo allí, ahora tan lejos como el interés por reconectar con algunas cosas que dejé atrás antes del verano, como las redes sociales, en su mayor medida, o las relaciones insustanciales.

Estoy a favor de la vida en tecnicolor, a través de los ojos, de las letras y de cualquier tipo de expresión, pero no a través de una teletienda circense, protagonizada por la precariedad. Al final era cierta aquella frase tan manida de Warhol sobre que todo el mundo tendría sus minutos de publicidad en el futuro. Bueno, he aquí la era de la atención, pero el poder reside en el lugar donde la ponemos. Y, paradójicamente, no ha existido una época en mi vida donde me resbalen tantas cosas. Será que me acerco a la mitad de la década. Una época en la que decir que algo te la suda, es indebido, está mal visto o hiere los sentimientos de alguien. Vaya. Seguiremos escribiendo.

En unas horas estaré de regreso a Madrid. Se avecinan semanas duras, de mucha escritura, de mucho trabajo, de terminar novelas y de largos vuelos para cruzar el charco. Me he comprado un nuevo portátil para machacar las teclas y aguantar el trago. Estos días escucho a Miles Davis porque me ayuda a relajarme, a pensar en los días varsovianos, en que no importa lo mal que salga todo, que esto se forjó a golpes. Bueno, en realidad también escucho a Davis porque me recuerda a las primeras novelas que escribí aquí y porque me encanta. La vida es una aventura.