La estampa de un sábado cualquiera

La estampa que nos dejó Madrid.
Una vieja estrella de la televisión se emborracha en un bar recóndito del barrio, a la espera del toque de queda colectivo. A mediodía, un plato de albóndigas caseras en una taberna y un ejecutivo, forofo del Atleti, sufre el partido con un maillot amarillo de ciclista y una copa de vino. A media tarde, observo la luna en cuarto creciente, en un cielo despejado de sábado en la única mesa libre que encontramos en el paseo, en la Plaza Mayor, en templo sagrado del turismo. Desde el interior de un taxi veo a la multitud matar por estar en mi lugar, por regresar a casa antes de que la noche se vuelva prohibida. Por el balcón veo a un grupo de jóvenes que despistan a los municipales mientras aguardan para que les abran el portal e ingresen en una fiesta. La voz se quiebra entre una mirada cómplice, el hielo cruje en mi vaso por el calor del whisky y pienso en el mañana, en esa caída temporal a los infiernos y en la calma del calor de la cama. La velada se apaga y Sabina canta aquello de pasando de insectos, pasando de ineptos, pasándolo bien…
Ya en el lunes, es hora de regresar al teclado, de retomar la faena y de mirar a las historias desde otro vértice. Pronto hará un año desde que abrirse hueco en una barra de bar, es cosa del recuerdo. Y todavía no estoy enfadado. En todo caso, un poco aburrido.