Las 4:30

Son las 4:30 de la madrugada.
Son siempre las 4:30 de la madrugada.

A las 4:30,
a veces hay una taza de café humeante sobre el escritorio,
junto al teclado.

A veces también hay un montón de ropa desperdigada,
una botella de tinto vacía, dos copas sucias y un par de cajas de pizza.
Y, otras, no hay nadie.

En un antro de Ríos Rosas, me preguntó cuál era mi estilo:
—Sencillo y directo —le dije—. Hoy en día, lo más complicado es evocar algo.

Unos años antes, en la cola de un bar, se identificó como bruja y se ofreció a leerme la mano:
—No creo en otro destino que no sea el que me gusta.
—La mano dice mucho sobre tu futuro.
—Conozco mejores maneras de expresarme con ella.
Ella siguió tocando las líneas y me miró a los ojos.
Yo cerré la mano, le apreté los dedos y silencié lo que iba a decir.

Nunca supe lo que la bruja tenía para mí.
No me interesó entonces.
No me interesa ahora.
Casi todo lo que yo deseaba, se cumplió más tarde.

Las 4:30 son siempre las 4:30,
y eso no cambia nunca.
Pero, con el tiempo,
las 4:30 cambian tu destino,
lo cambias tú, poco a poco, sin darle importancia,
porque, en ese momento, lo que importa es
si estás con una taza de café frente a la pantalla,
o calentando las sábanas con una persona extraña,
o desvelado, carcomido por los pensamientos,
o dejándote engañar en la cola de un bar.

Luego hay quien habla de la suerte, que es como un cupón de lotería maldito que,
a veces, toca, pero rara vez lo hace.
Y cuando esto ocurre, lo aprovechas o te arruina.
Y si te arruina, no supiste entender lo que tenías entre manos.
Por tus decisiones mal dadas,
por tu destino.
Y no pasa nada. Es así.
Por mucho que te lamentes de madrugada,
las 4:30 seguirán siendo las 4:30