Como si no hubiera mañana

Treinta y dos grados, suena «Love me two times» de The Doors en el coche y conduzco por el paseo que me lleva al apartamento de la playa. Las aceras rebosan de turismo local y extranjero. Un grupo de jóvenes patinan por el carril bici y de espaldas veo a unas chicas con unos bikinis que me recuerdan a ciertas secuencias de Miami en Scarface. La vida da muchas vueltas y una de estas me ha traído otra vez a Santa Pola para que me permita un descanso.
Estos días escribo con la única compañía de mi perro y el ruido de los vecinos, en una casa de la que apenas queda recuerdo del año que pasé aquí. Mi marca está borrada cuando abro el mueble de las botellas y no encuentro ninguna de whisky. Destapo una lata de cerveza, me siento en el balcón y sigo leyendo la biografía de Keith Richards. No suelo cargar con libros en papel, pero este es uno de los pocos que lo merece. En el bar advierto que los precios han subido. Todo está por las nubes, pero este no es lugar para quejarse, sino para quemar billetes como si no hubiera mañana… porque no lo habrá.
Aquí nadie quiere pensar en el final de la eternidad, cuando esta no ha hecho más que comenzar. Tostarse como un cacahuete, beber vino hasta caer rendido ante una siesta de tres horas, comer pescado frito, jamón serrano, calamares a la romana y patas de calamar a la plancha. Devorar arroces los domingos y suspirar, con la barriga llena, formando una imagen idílica que recordar en los meses venideros. Hay quien espera todo el año para gozar aquí durante unas semanas y también hay quien vive todo el año aquí, esperando que estos dos meses pasen lo más rápido posible.
Yo no vivo aquí, pero lo he hecho. El salitre siempre correrá por mis venas. Lo sé cuando me acerco al puerto y el olor me trae infinidad de recuerdos. Lo aprecio cuando me levanto el primero en la calle, observo el amanecer desde el balcón y me vienen a la mente las mañanas en las que sacaba al perro y únicamente oía el molesto graznido de las gaviotas.
Con los años, me he dado cuenta de que soy un conductor de historias y que mi lugar está donde el relato viva. Hoy puede que sea aquí y mañana en la gran ciudad. Disfruto bebiendo al son de las conversaciones ajenas. Observo con una mirada periférica, distorsionada por todo lo que ya sé e intento meterme en los ojos de quien observa por primera vez.
Desconozco lo que son las vacaciones, pues hace ya mucho tiempo que no sé lo que es quedarme quieto. Escribir es un oficio, pero también una necesidad. Nadie sabe lo que ocurrirá después del verano. Qué vendrá, ni cómo lo afrontaremos. La única certeza es que habrá historias que contar y yo espero estar ahí para seguir escribiéndolas.