El olor de Los Ángeles

Lo primero que hice, fue comprar una caja de cervezas y un par de bolsas de los aperitivos más guarros que había en el supermercado. Lo cierto era que esto último no entraba en mis planes, pero, ya que estaba allí, y después de trece horas de viaje, debía probar algo nuevo. En la televisión ponían «El Padrino 2», que ya había visto ese mismo día en el avión y sonaba ahora de fondo. Jamás me cansaré de verla. Abrí la cerveza con el canto de la mesa, acordándome de los días varsovianos en los que mi escritorio era la mitad de espacioso del que tengo ahora y en los que era capaz de destapar un botellín con las llaves de la casa.
Por fin, estaba en Los Ángeles, en algún lugar de West Hollywood, en una de esas calles en las que no pasa nada —ni nadie—, a excepción de los coches que circulan por la autopista. Desde la ventana, reconocí el Nakatomi Plaza, el edificio que habían utilizado para La Jungla de Cristal, película que también había visto durante el viaje. No obstante, yo sabía que Hollywood estaba ahí, tras la montaña, y para eso habíamos viajado.
Abrí el ordenador, una segunda cerveza y dejé que la esencia se apoderara de mí en aquella mesa rudimentaria, sin gracia alguna, frente a un cuadro del espigón de Santa Mónica, por el cual pasearía al día siguiente. No fui consciente hasta minutos más tarde, de que estaba allí, en esa ciudad, en aquel país, en esa habitación que había visto ya antes en películas o de la que había leído en libros. No es que viviera en una fantasía constante, pues uno comienza a idealizar en el momento en el que ya no está y sólo se regocija en el recuerdo. Ahí es donde lo bueno, sabe mejor, y lo malo se edulcora o se dramatiza. Por tanto, la realidad sabía real, a Fritos y a Stella Artois, pero a nada más. Aun así, era estupenda.
Hace unos días, leía a alguien decir que uno está donde se merece. Soy de los que piensa que las cosas vienen de un modo, tú tomas la oportunidad -o no- y lo haces lo mejor que puedes, pero nadie te debe nada por esforzarte. La vida va, no siempre como esperas, por eso no es bueno esperar algo de lo incontrolable. Pero lo cierto es que, si no te ves en un lugar, es probable que termines en otro. Yo me vi, hace muchos años, algún día, reflejado en otras figuras, pero me vi y me esforcé. Podría haber ocurrido antes —también—, o después, o nunca, pero sucedió ahora y fue así, y me alegré de que sucediera de esa manera.